Información ambiental, volver simple lo complejo

El gobierno saliente, a pesar de su insistencia, no pudo concretar su plan de reanudar las aspersiones aéreas de glifosato. Por fortuna para todos, el nuevo gobierno ha descartado insistir en ello. / Ilustración: Daniela Hernández.

Si nos interesa que el acceso a la información sea efectivo y que la participación ciudadana en asuntos ambientales sea real, es necesario que la información ambiental sea comprensible. Es decir, que sea ofrecida o esté, incluso desde que se produce, en un lenguaje y en un formato que permita entender su contenido, sin que sea indispensable acudir a un tercero en calidad de “traductor”.

Por Dejusticia

—Nómbreme un día alegre para las organizaciones ambientales y campesinas que abogan por la reforma a la política de drogas.
—El día en que la Corte Constitucional ordenó suspender la aspersión aérea de glifosato.
—¿Y eso cómo fue?
—A finales del año pasado la Corte tuteló el derecho a la participación ambiental y dijo que el plan de manejo ambiental, que habilitaba la aspersión aérea de cultivos ilícitos con glifosato, debía acordarse con las comunidades.
Conversación imaginaria a raíz del fallo de la Corte.

Detrás de esa victoria judicial hubo mucho esfuerzo. Varias personas y organizaciones, incluida Dejusticia, trabajaron juntas por el propósito común de concretar el deber del Estado de “facilitar la participación de todos en las decisiones que los afectan”, como bien dice la Constitución de 1991.

En el marco de estos debates, Dejusticia insistió en que la ciudadanía, y en particular los directos afectados por la fumigación, no contaban con garantías para su participación, entre otras razones, porque la información del Estudio de Impacto Ambiental (EIA), fundamento del “nuevo” plan de manejo ambiental, orientado a reactivar las aspersiones aéreas de glifosato, estaba incompleta[1] y carecía de imparcialidad.

Para llegar a esta conclusión, sin embargo, en Dejusticia tuvimos que contratar una evaluación técnica independiente con la Corporación Geoambiental Terrae, pues el estudio de impacto ambiental era muy difícil de comprender. ¿Quién puede participar, opinar o debatir frente a algo que no entiende? Gracias al apoyo de esta Corporación, que tradujo para nosotros el lenguaje técnico del EIA, fue posible informar y articular nuestra participación en la Audiencia Pública Ambiental de la ANLA en la cual manifestamos distintos reparos al “nuevo” plan de manejo ambiental.

Al final, la Corte amparó el derecho a la participación de las comunidades afectadas y ordenó tomar las previsiones del caso para garantizar que esta fuese efectiva. Entre otras, ordenó que se asegurara que todos los interesados tuvieran las condiciones, incluso técnicas, como acceso a Internet, para participar.

El gobierno saliente, a pesar de su insistencia, no pudo concretar su plan de reanudar las aspersiones aéreas de glifosato. Por fortuna para todos, el nuevo gobierno ha descartado insistir en ello. Enhorabuena. De los debates sobre este asunto tan complejo, de la insistencia del gobierno anterior y de la resistencia de las comunidades y de la sociedad civil, quedan algunas lecciones para la transparencia.

Nos interesa rescatar una, que quizá por obvia, no fue retomada por la Corte, ni señalada por las organizaciones de la sociedad civil, ni alegada por los interesados en los litigios ambientales o las organizaciones especializadas en la política de drogas: que el derecho a saber y el derecho a participar debería incluir la comprensibilidad de la información ambiental, y no solo su acceso físico. Que la información sea comprensible debería ser un contenido específico del derecho fundamental de acceso a la información pública, a ser constatado por las autoridades como presupuesto de la garantía efectiva del derecho a la participación ciudadana.

Volver sobre la necesidad de comprender la información cobra una importancia capital en el marco de los debates de la dilatada aprobación del Acuerdo de Escazú, el tratado multilateral de carácter regional que busca fortalecer, entre otras, el acceso a la información en materia ambiental. Si nos interesa que el acceso a la información sea efectivo y que la participación ciudadana en asuntos ambientales sea real, es necesario que la información ambiental sea comprensible. Es decir, que sea ofrecida o esté, incluso desde que se produce, en un lenguaje y en un formato que permita entender su contenido, sin que sea indispensable acudir a un tercero en calidad de “traductor”.

El Acuerdo de Escazú provee algunas líneas generales sobre cómo superar los retos de comprensibilidad de la información ambiental por medio de obligaciones que recaen mayormente en los Estados. Por ejemplo, la obligación de elaborar resúmenes en lenguaje claro, simple y eficiente, en “lenguaje no técnico”; de producir y entregar información en formatos sensibles a la diversidad y a las realidades culturales de la población potencialmente afectada; y la obligación de difundir esa información a través de los medios más consultados por sus receptores (ver Artículos 6 y 7).

Lo que en principio parece un asunto sencillo: traducir lo complejo a lo simple, es apenas la cuota inicial de una apuesta profunda por hacer comprensible la información pública en materia ambiental. Por una parte, se impone la apertura y extensión de espacios de capacitación y formación de la ciudadanía para que la falta de conocimiento técnico no sea más un factor que la sitúe en una posición desventajosa al consultar y recibir la información.

Por otra parte, se impone adoptar nuevas posturas desde la institucionalidad (Estado, empresas y tomadores de decisión) al momento de producir y disponer la información ambiental. Es indispensable que la institucionalidad ambiental produzca su información a partir de conocimientos situados y que integre en su visión “técnica” el conocimiento de los territorios y la forma de entenderlos y de habitarlos. También es urgente que la comunidad científica, que produce conocimiento especializado orientado a la toma de decisiones sobre proyectos con impactos ambientales, logre acercar sus contenidos a audiencias más extensas, más aún cuando de su comprensión depende la participación ciudadana en escenarios de discusión sobre el futuro del medio ambiente y los recursos naturales.

La eventual aprobación del Acuerdo de Escazú traerá los retos de su implementación. Hay mucho por avanzar en torno a la comprensibilidad de la información ambiental. Para cumplir con los mandatos de transparencia y de acceso a la información pública de la Ley 1712 de 2014, reforzados ahora por las obligaciones del Acuerdo de Escazú, hay mucho que aprender de los diálogos interdisciplinares, las estrategias de comunicación, las visiones desde las comunidades y los aprendizajes en producción y socialización de la información pública. Ya tenemos, por ejemplo, circulares y un CONPES que incentivan el uso del lenguaje claro en la administración pública, así como sendas guías de entrenamiento de servidores públicos en esa materia. Pero esto no es suficiente.

Escazú nos invita a pensar y a discutir sobre las potencialidades de la información ambiental, como información de interés público. A preguntarnos por aquello que hace falta para que esa información sea comprensible para la ciudadanía. A poner sobre la mesa las preguntas básicas: quién y cómo, en términos concretos, debe cumplir con esta carga. En todo caso, estos debates pendientes deben partir de la premisa básica que aquí defendemos: que los ciudadanos puedan, por sí mismos, y sin intermediarios, comprender el contenido y las implicaciones de la información ambiental. Uno de los grandes retos para la transparencia y para el derecho a saber, en este mundo complejo e hipertecnificado sigue siendo, por paradójico que parezca, volver a lo simple.

[1] El informe de Terrae “Evaluación independiente del plan de manejo ambiental modificado por el programa de erradicación de cultivos ilícitos por aspersión aérea” concluyó, por ejemplo, que el Estudio de Impacto Ambiental no había aportado ni procesado información pertinente sobre el análisis de riesgo ambiental, carecía de metodologías objetivas para apreciar el impacto en la salud de las personas, no había aportado el diseño de un Plan de gestión de riesgo de desastres, no aportó información científica ni casuística que permitiese apreciar el impacto ambiental de la fumigación con glifosato, entre otros. Un resumen de los principales hallazgos de Terrae puede leerse aquí.

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